Bogotá no tiene estaciones, pero cuando llega marzo y el Estéreo Picnic se toma la ciudad, algo cambia en el aire. No es solo la música: es la sensación de que, por unos días, todo se organiza alrededor de un ritual compartido. Esta vez, el cielo fue el primer gran protagonista. Lluvia intermitente —de esa que no avisa y tampoco se va del todo— acompañó buena parte del festival. Pero ni el clima ni los cambios de horario por cancelaciones de última hora lograron frenar a una multitud que volvió a llenar el Parque Simón Bolívar como si fuera una ciudad paralela, con sus propias reglas, su propio ritmo y su propio pulso.
El Estéreo Picnic 2025 fue, una vez más, un lugar donde convivieron mundos que rara vez se tocan fuera de ahí. Electrónica, metal, indie, pop, punk, folk y otros matices menos clasificables coincidieron en los escenarios y en los oídos del público. Esa mezcla, caótica y hermosa, sigue siendo una de las claves de por qué este festival, incluso con sus fallas, conserva la capacidad de convocar a tantos, de seguir creciendo y de aplicar su eslogan: “Así se siente estar vivos”.

Un comienzo sin sobresaltos, pero lleno de matices. El primer día del Estéreo Picnic, el jueves, 27 de marzo, fue en muchos sentidos, el más amable. El clima se mantuvo neutral, sin amenazas ni sorpresas. El Parque Simón Bolívar —que por segundo año consecutivo fue el escenario de este encuentro masivo— parecía más preparado para la avalancha humana que lo recorrería durante cuatro días. Con los pies firmemente plantados y el ánimo elevado, la jornada comenzó con un ritmo sereno pero imparable. El dúo ecuatoriano Miel dio inicio al jueves con una propuesta perfecta para abrir el día.
Con beats suaves, capas electrónicas sutiles y voces que se fundían con naturalidad, su show fue un viaje sonoro cautivador, casi etéreo, invitando a la reflexión en cada nota. Su estilo —una fusión pulida de pop alternativo y sonidos latinos sutiles— atrapó a quienes se acercaron temprano. Aunque tocaron sin el escenario repleto, quienes estuvieron ahí presenciaron una presentación con carácter: música que no busca impresionar rápido, sino quedarse flotando un rato más.
Si alguien sorprendió el jueves, fue Jaze, el rapero peruano que muchos conocieron en las batallas de freestyle, demostró que su carrera musical va mucho más allá de una tarima improvisada. Desde el primer tema dejó claro que lo suyo no es solamente rimar: es cantar, contar, conectar.

Acompañado de una banda sólida y con un manejo escénico que parece natural en él, Jaze combinó barras con melodías y fluyó entre géneros con una soltura que solo da el oficio. Su show fue intenso pero íntimo; hubo explosión en los beats, pero también silencios que dejaban respirar las letras. Su forma de mirar al público, de presentarse sin pretensiones, hizo que muchos se acercaran por curiosidad y se quedaran por emoción.

Temas como “Fácil” o “Los mejores años” se sintieron como confesiones compartidas, mientras que otras canciones más rítmicas invitaron al movimiento sin perder el foco lírico. Uno de los momentos más importantes fue cuando invitó al freestyler colombiano Camilo Ballesteros: juntos improvisaron una amalgama de lugares y jergas peruanas y colombianas. El Parque Simón Bolívar, acostumbrado a espectáculos más grandes, se convirtió por unos minutos en un teatro emocional. Fue uno de los sets más honestos y conmovedores del día, una presentación que le quedó grande al horario en que lo pusieron.

Armenia se presentó en uno de los escenarios grandes. El grupo, oriundo de Bogotá, viene cultivando una audiencia leal gracias a un pop cargado de emoción y letras que despiertan cierta melancolía generacional. Su presentación fue contundente, llena de sentimiento y sin adornos innecesarios. Temas como “Los Años” y “Un Hogar” resonaron entre quienes han acompañado su camino desde los pequeños bares hasta escenarios masivos como este. El Festival les dio una vitrina justa, y ellos respondieron con un directo bien armado, honesto, sin pretensiones pero con el corazón en la mano.
Cuando la tarde ya empezaba a pesar, algo cambió en el aire. Teddy Swims salió al escenario y, sin necesidad de levantar la voz, lo llenó todo. Cantaba con una intensidad que no venía del volumen, sino de adentro. Como si cada palabra le escociera un poco. Como si cada nota saliera de un rincón escondido del alma. Y la gente lo sintió. En el escenario, su presencia fue imponente pero cálida, como un gigante amable que, en lugar de gritar, susurra verdades desde el corazón roto.

Con una voz profunda, marcada por el soul, el gospel y la experiencia, convirtió al Parque Simón Bolívar en un templo de emociones. Cada canción fue una confesión abierta, una herida cantada. Y la gente lo sintió así: lo escucharon con el respeto que se le tiene a alguien que está entregando todo. No fue solo un show, fue un acto de vulnerabilidad con sonido envolvente.
Después llegó Benson Boone, y el ambiente cambió de nuevo. Si Teddy desgarró, Benson iluminó. Con una energía radiante, una voz impecable y un dominio escénico que sorprendió incluso a los escépticos, entregó uno de los shows más esperados del día. Boone no solo cantó. Se tiró al piso, saltó como loco, se lanzó de espaldas sin miedo. Todo el tiempo con la voz en su sitio, afinadísimo. Era puro cuerpo y emoción.

La gente no se quedó atrás: aplaudían, gritaban cada canción como si fuera propia, con las manos arriba y los ojos llenos de brillo. En ese momento no cabía duda: Benson Boone no es una promesa, es una estrella consolidada que sabe exactamente cómo encender un escenario.
El turno de Foster the People marcó un giro en la energía del jueves. La banda californiana, ícono del indie pop de la década pasada, apareció con una seguridad que solo tienen los que ya pasaron por la cima y supieron reinventarse.Con himnos como Pumped Up Kicks, Houdini o Sit Next to Me, Foster the People le pegó directo a la memoria de toda una generación. Pero no se quedaron solo en la nostalgia: sonaron actuales, llenos de energía, más vivos que nunca.

El show fue una combinación bien cuidada de visuales y precisión en escena. Todo tan bien hecho que incluso quienes llegaron por pura curiosidad terminaron bailando sin pensarlo mucho. Mark Foster, al frente, se movió con carisma y oficio, liderando un set que equilibró emoción y fiesta, recuerdo y presente. Fue uno de esos conciertos que logran algo difícil: conectar con quienes los escuchaban hace más de una década y, al mismo tiempo, conquistar a los que los descubrían por primera vez bajo las luces del Simón Bolívar.
El plato fuerte: Alanis Morissette. Con una sobriedad que solo tienen las leyendas, subió al escenario sin necesidad de fuegos artificiales, sin buscar agradar ni impresionar. Bastó con verla caminar, tomar el micrófono y dejar que su voz —intacta, poderosa, profunda— hiciera el resto. Desde que sonaron los primeros acordes, Alanis se sintió como una presencia que no hacía falta anunciar. No entró con estruendo, sino con respeto.

Las canciones fueron cayendo una a una, como heridas que todavía arden, como susurros que cargan historia. Su banda fue el soporte justo: sobria, precisa, sin robarse el foco. Todo estaba ahí para dejar que su voz y sus silencios hablaran por sí solos. Ella cantó con el alma, y el público se lo devolvió sin filtros: ojos brillantes, brazos al cielo y una emoción contenida que explotó por completo cuando sonó Ironic. En ese instante, el parque entero cantó como si fuera una sola voz. No hubo poses, ni discursos largos. Solo música, su sonrisa amplia, y una conexión real. Un show que no necesitó nada más para quedarse en la memoria.
El cierre fue con Shawn Mendes, y no era para menos. Era el que más esperaban, sobre todo los más jóvenes. Más que un concierto, lo suyo se sintió como un cambio de aire. Como si dijera, sin decirlo, que otra generación ya está tomando la posta. Otra forma de escuchar, de sentir, de vivir la música. Desde temprano, el parque ya estaba lleno. Pancartas, gritos, manos temblando. Se notaba en el aire. Lo estaban esperando. Y cuando salió, todo explotó.
Cientos de fans lo esperaron con paciencia, con esa fe inquebrantable que solo tienen quienes han crecido con sus canciones.

El show fue impecable, medido, como todo en él: sin excesos, pero con intención. Quienes lo siguen lo vivieron a fondo, cantaron cada letra como si la hubieran escrito. Para muchos, fue el momento más alto del día. Para otros, simplemente, el cierre perfecto.
El viernes empezó diferente. El cielo estaba cerrado, el aire corría más frío y, entre la gente, se notaba otra actitud. Algo así como emoción mezclada con resignación. Era claro que iba a llover. Y llovió. Tanto, que por momentos la lluvia pareció parte del festival. No solo llovió: cayó un aguacero de esos que obligan a replantear todo, desde la logística hasta el ánimo. Pero, en lugar de espantar, la lluvia pareció afianzar la conexión entre la gente y la música. El festival tomó otro tono: más crudo, más intenso, más físico.

Ese día comenzó con mucha lluvia para los primeros artistas en los escenarios. En el escenario Falabella, la jornada abrió con Yo No La Tengo, la agrupación colombiana que ha sabido abrirse camino con una propuesta sólida entre el post punk y el dark pop. Su presentación, bien canalizada, demostró en el Estéreo Picnic que su presencia no fue una coincidencia: fue una declaración. En medio de sintetizadores densos, guitarras filosas y una interpretación vocal intensa, el grupo construyó un muro de emociones frías que atrapó a quienes llegaron temprano.
La estética sobria, casi ceremonial, conectó de inmediato con un público que no solo los escuchó, sino que se dejó envolver.

La lluvia, que ya amenazaba desde temprano, jugó a su favor: al ser el único escenario cubierto del festival, varios espectadores encontraron allí un refugio inesperado y terminaron hipnotizados por el sonido rabioso de la banda. Pero también estaban los que llegaron con intención, los fieles que madrugaron para verlos y que recibieron una presentación sin fisuras, cargada de presencia y atmósfera. No hubo artificios ni discursos largos: solo una descarga elegante de poder que marcó la pauta para lo que vendría después.
Luego, los bogotanos de Oh’laville jugaron de locales, y lo hicieron con altura. Con un sonido cada vez más sólido y una puesta en escena que mezcla elegancia con fuerza, se reafirmaron como una de las bandas más consistentes del país. Sus letras cargadas de introspección, su forma de construir climas y esa manera sobria de habitar el escenario conectaron con una audiencia que les guarda un cariño especial, pero a la que también supieron sacudir cuando fue necesario.

El momento más emotivo llegó con la participación de Briela Ojeda, cuya voz le dio una textura distinta y entrañable a la presentación. Y cuando todo parecía ir por la línea contenida, apareció la sorpresa: Andrés Toro, guitarrista de la banda, se lanzó al pogo con el público, generando uno de los momentos más cercanos y eufóricos de la tarde.
No fue un show explosivo de principio a fin, pero sí honesto, bien ejecutado y cargado de gestos que recordaron por qué esta banda sigue siendo esencial para entender el presente del rock colombiano.
Cuando Michael Kiwanuka subió al escenario, la lluvia ya empezaba a jugar un papel más protagónico. Pero no importó. Su voz cálida, profunda, con tintes de soul, folk y psicodelia, fue como un abrigo para el público. Acompañado por una banda sobria pero precisa, y por unos coros que parecían salidos de una iglesia del sur de Estados Unidos, construyó un ambiente íntimo y envolvente en medio del caos que a veces puede ser un festival.

Con Kiwanuka no hicieron falta fuegos artificiales. Ni pantallas gigantes, ni trucos. Solo él, su guitarra y esa calma que se fue metiendo entre la gente. Cada canción decía algo. Incluso los silencios tenían sentido. Fue uno de esos momentos raros en los que todo se detiene un poco. En los que lo único que importa es lo que pasa entre quien canta y quienes escuchan. Así, sin más.
Y ahí fue cuando se vino el cielo abajo. Justo en el momento en que The Hives pisaban el escenario, el aguacero se soltó con todo. Lo que pintaba para caos total, terminó siendo uno de esos recuerdos que se quedan. La banda arrancó con toda la energía del mundo, como siempre.

Pero llovía tan fuerte que no hubo opción: la producción tuvo que parar el show. A pesar de que Pelle Almqvist y los suyos estaban listos para seguir sin importar el clima, las condiciones eran insostenibles. Fueron unos minutos raros. Lluvia, frío, nadie sabía qué iba a pasar. Pero cuando volvieron al escenario, fue como si no se hubieran ido. Como si en ese rato hubieran guardado toda la energía para soltarla de golpe. Con el agua corriendo por todos lados y la gente empapada sin quejarse, aquello ya no era solo un concierto. Era un acto de entrega total. The Hives no escatimaron energía: caóticos, divertidos, frenéticos. Pelle no bajó el ritmo ni por un segundo: saltó, gritó, se burló del clima y se metió al público en el bolsillo como si la tormenta hubiera sido parte del libreto.

Fue un set lleno de adrenalina, punk desenfadado y actitud, que encendió a miles y dejó claro que lo vivido ahí no se iba a repetir fácilmente. Un verdadero rito bajo el agua, con relámpagos, pogo y una banda que convirtió el caos en fiesta.
Desde temprano se sentía algo raro en el ambiente. Corría el rumor de que Incubus no tocaría. Al principio nadie lo creía del todo, pero con el paso de las horas se fue haciendo más real… hasta que lo confirmaron. Para muchos, era el plato fuerte del día. Así que su ausencia dejó un hueco. De esos que no se llenan fácil. Con el correr de la jornada, llegó la noticia de que ese espacio lo ocuparían 1280 Almas, una de las bandas más queridas del rock colombiano. No se trató de un reemplazo en el sentido estricto, sino de una alternativa con peso propio, cargada de trayectoria y compromiso escénico. La reacción fue variada. Quienes crecieron con Almas lo vivieron como un acto de lealtad. Había que estar ahí, apoyar a los de siempre, hacer del golpe una celebración local. Pero no todos conectaron igual. Sobre todo quienes venían de afuera, esperando algo distinto. Al final, fue un momento raro. Entre el agradecimiento por tener una banda sólida en escena y la nostalgia por lo que no pasó. No dañó la noche, pero sí dejó una sensación extraña flotando en el aire.
Parcels se presentaron en uno de los horarios más visibles de la jornada, justo antes del acto principal de la noche. Y vaya que aprovecharon la oportunidad. Con su mezcla elegante de funk, disco y pop, los australianos encendieron el ambiente con una propuesta sonora que parece salida de otra época, pero que funciona a la perfección en el presente. Con sus trajes sobrios, movimientos sincronizados y un groove que nunca se rompe, ofrecieron uno de los shows más bailables y sofisticados del día.
La banda —formada en Byron Bay, Australia, y ahora radicada en Berlín— trajo consigo un setlist cargado de ritmo, armonías vocales precisas y una ejecución instrumental que se siente casi quirúrgica, sin perder el alma. El público, que venía de una jornada de contrastes climáticos y emocionales, encontró en Parcels un punto de equilibrio: una presentación para dejarse llevar, sin complicaciones, pero con mucha clase.

Uno de los momentos más inesperados fue la participación del venezolano Beto Montenegro, vocalista de Rawayana, quien subió al escenario para acompañarlos en Leave Your Love. El cruce de voces fue sutil pero poderoso, y la reacción del público lo confirmó. Fue un show que demostró que no se necesita estridencia para dejar huella. Parcels no gritó, no corrió, no intentó romper nada: simplemente se pararon a tocar, y eso fue suficiente para brillar.
Tool. Lo de esta banda es otra cosa: no es solo música, es una experiencia. Era su primera vez en Colombia, y eso ya cargaba el ambiente con una tensión especial. Desde que se anunció su nombre en el cartel, muchos pidieron un show en solitario, uno exclusivo, sin contrastes sonoros tan marcados como los que tiene el Festival Estéreo Picnic. Pero esta era la oportunidad. Tal vez la única. Y sus seguidores lo entendieron desde el día uno.
Desde temprano, se empezaron a notar. Rostros distintos a los habituales del festival, vestimentas oscuras, camisetas con simbología compleja, miradas decididas. El escenario Adidas se convirtió en su punto de encuentro. Aguantaron la lluvia, el viento, el frío. Vieron banda tras banda pasar, solo por asegurar un buen lugar. Y cuando la noche cayó, y la espera llegó a su fin, el momento se volvió casi ceremonial.

Tool salió con precisión quirúrgica. Maynard James Keenan, en su habitual papel enigmático, apenas visible al fondo del escenario, dejó que la música hablara. El resto de la banda —Adam Jones, Justin Chancellor y Danny Carey— construyó una muralla sonora densa, hipnótica, matemática. Nada sobraba, nada faltaba. Cada golpe de batería, cada riff, cada textura electrónica tenía un propósito. Y el público lo entendió: no había gritos vacíos ni celulares en alto. Era un trance colectivo. Una misa laica bajo la noche bogotana.
La puesta en escena, minimalista pero impactante, acompañó con visuales abstractos, luces envolventes y una sensación general de que algo más grande estaba ocurriendo. No fue un show fácil. Tool no entrega hits, entrega inmersión. Pero quienes estaban ahí lo sabían y lo buscaron. Y lo encontraron. Una hora y media de intensidad contenida, de silencios que hablaban, de distorsiones que acariciaban.
Fue uno de esos momentos que no se explican del todo. Solo se sienten. Y que, para quienes lo vivieron, se quedará marcado por mucho tiempo.

El cierre en el escenario principal quedó en manos de Justin Timberlake, en un cambio de tono que marcó una transición hacia lo más comercial del cartel. Aunque para el cierre había sido Tool, la llegada de Timberlake fue celebrada por otro tipo de público: más joven, más pop, pero igual de entregado. Su show fue impecable, bien producido, con coreografías justas y una banda precisa que lo respaldó sin fallas. No buscó competir con lo anterior; hizo lo suyo con estilo. Y para quienes lo esperaban desde temprano, fue el broche perfecto para una jornada larga, intensa y pasada por agua.
El sábado se vivió distinto. Como un respiro después de tanta agua. El cielo, aunque todavía con ganas de mojar, se calmó un poco. No dejó de llover del todo, pero ya no era esa guerra constante del viernes. Más bien parecía que hasta el clima quería tomarse el día con más calma.
El Parque Simón Bolívar volvió a llenarse. Algunos todavía con las botas llenas de barro, otros más livianos, listos para saborear el día con calma, con ganas. Había algo distinto en el ambiente: menos corredera, más conexión. La música seguía trayendo de todo, para todos, pero esta vez se sentía más íntimo. Un día para dejarse llevar, para mirar alrededor y entender por qué este festival logra abrazar tantas generaciones sin esfuerzo.
Uno de los momentos más inesperados —y también de los más emotivos— llegó temprano ese sábado: Galy Galeano en escena. Desde que anunciaron su nombre en el cartel, muchos se quedaron pensando “¿Galy… en el Picnic?”. Pero bastaron unos minutos para entender que no fue un capricho. Fue un acierto total.Con elegancia, experiencia y una voz que sigue sonando a casa para muchos, Galy logró algo difícil en eventos de esta magnitud: detener la prisa.

El público, compuesto por varias generaciones, se dejó llevar por sus clásicos, cargados de nostalgia, amores contrariados y letras que todos hemos cantado alguna vez, aunque sea en broma o con una sonrisa cómplice. No solo lo acompañaron sus fans de siempre, sino también muchos jóvenes que quizá llegaron con curiosidad, pero se fueron con respeto.
Fue un show cargado de calidez, y justo al final, soltó una noticia que le dio aún más peso a su presencia: anunció que muy pronto comenzará su gira de despedida. El silencio que siguió fue breve, pero significativo. Porque lo de Galy no es solo un repertorio: es historia viva de la música popular latinoamericana.
Después llegó el turno de Los PetitFellas, y lo que hicieron dejó claro que están en otra etapa: más grande, más ambiciosa. Por primera vez en Bogotá, presentaron su show con ese coro poderoso que ya habían llevado a otros países, y que acá terminó de elevarlo todo.
Fieles a su estilo, conectaron rápido con la gente. Mezclaron introspección, crítica y fiesta con esa naturalidad que los hace únicos.

Uno de los picos emocionales fue con Antes de Morir, donde apareció Denise Gutiérrez (la voz de Hello Seahorse!). Su participación le metió no solo fuerza vocal, sino una carga emocional que atravesó todo el parque. Más adelante, en Las Flores, se sumó Ms. Ambar, que trajo carisma y complicidad a una canción que ya de por sí pega fuerte. Cada invitada brilló en su momento, dejando claro que las Fellas saben bien con quién subirse al escenario. Fue un show sólido, maduro, lleno de sentido. Una presentación que reafirma por qué están donde están: porque han construido algo que no solo suena bien, sino que dice algo y conecta.
La noche del sábado tuvo uno de sus picos más altos con el debut de Nathy Peluso en tierras colombianas. Aunque era su primera vez en el país, se movía por el escenario como si ya conociera cada rincón del lugar. La artista argentina desplegó un espectáculo que parecía sacado de una película: una puesta en escena impecable, bailarines sincronizados al milímetro y una estética visual cuidadosamente curada, todo como parte de su actual Grasa Tour. Peluso no cantó, arrasó.

Su presencia escénica impone, su energía traspasa y su talento no da respiro. Cambiaba de registro vocal con una facilidad asombrosa, pasando del rap al bolero, del funk al tango, y en cada paso parecía más dueña del escenario. El público, fascinado, no le quitó los ojos de encima. Fue un show desbordante de arte, fuerza y una confianza arrolladora: una carta de presentación inmejorable.

Ca7riel y Paco Amoroso volvieron a Bogotá con toda su locura encima. Rap, electrónica, funk distorsionado y una banda filosa que no bajó la energía ni por un segundo. Lo suyo fue directo al grano, pensado para un público muy específico: ese que entiende sus códigos, su estética sin filtro, su forma cruda de decir las cosas.

Y aunque no todos conectaron, los que sí… lo vivieron a fondo. Porque cuando estos dos se montan, no hay medias tintas. Sin embargo, no todo fue celebración: entre algunos asistentes hubo cierta decepción al notar la ausencia de los famosos inflables que suelen acompañar sus shows, los cuales fueron reemplazados por dos pendones gigantes con sus rostros. A pesar de ello, el show se mantuvo sólido desde lo musical: una descarga energética, bien ejecutada, sin pausas innecesarias. Un set que, aunque visualmente más sobrio de lo esperado, dejó claro por qué siguen siendo referentes de la nueva camada argentina.
Sofía Kourtesis fue una de las grandes sorpresas del sábado. La artista peruana, radicada en Berlín, llevó su electrónica cargada de emoción y narrativa a un escenario que supo acompañarla. Lejos de limitarse a una mezcla detrás de la consola, se adueñó del micrófono en varias ocasiones, bailó, agitó al público y dejó claro que su música tiene tanto cuerpo como alma.

Fue un set poderoso, pero también íntimo, donde cada beat parecía tener una historia detrás. Sus canciones, muchas inspiradas en luchas personales y temas sociales, encontraron eco en una audiencia que quizás no la conocía del todo, pero que terminó entregada a su propuesta. Desde Perú, Kourtesis está llevando una electrónica distinta, llena de identidad y con una energía arrolladora que hizo vibrar al Simón Bolívar.
Uno de los momentos más especiales del sábado vino de la mano de Astropical, la nueva agrupación que fusiona el carisma de Li Saumet (Bomba Estéreo) y la voz inconfundible de Beto Montenegro (Rawayana). Apenas en su segunda presentación en vivo, después de su debut en el Vive Latino de México, el dúo pisó el Estéreo Picnic con la soltura de quienes ya entienden el poder de su encuentro.

Desde el primer tema quedó claro que lo suyo es puro goce. Su propuesta es una mezcla deliciosa de tropicalia electrónica, psicodelia caribeña y groove playero, donde las voces se entrelazan como si siempre hubieran estado destinadas a compartir escenario. A eso le sumaron una selección inesperada de clásicos bailables —como aquel guiño sabrosón a Proyecto Uno— que prendió aún más al público. Fue un set espontáneo, sin pretensiones, pero con una vibra magnética que creció minuto a minuto.
Y para los fans de siempre, no faltaron los guiños a sus bandas madre: en medio del viaje tropical, sonaron versiones reimaginadas de canciones de Bomba Estéreo y Rawayana, que pusieron a corear incluso a los que no sabían que se sabían las letras.

Cuando BECK salió, algo cambió. No fue un grito, ni una explosión de luces. Fue esa sensación de estar viendo a alguien que no necesita demostrar nada porque ya lo ha hecho todo.
Tiene ese estilo que no se apura, que no grita atención. Solo está ahí, mezclando sonidos, épocas, estados de ánimo, como si lo hiciera con los ojos cerrados. No trajo un show exagerado. Trajo el suyo. Con elegancia, con oficio, con ese carisma tranquilo que se gana con los años y no con los likes.
Fue como ver a un maestro en lo suyo: sin exagerar, sin posar, solo haciendo lo que mejor sabe hacer.Esta vez no llegó solo con su guitarra: lo acompañaban una tarima elevada, escaleras, visuales hipnóticos… todo pensado para crear una atmósfera elegante, sin robarle protagonismo a lo que importa.

Desde los primeros acordes se sentía claro: estábamos frente a una leyenda. Y él, sin decir mucho, lo confirmó en cada canción. “Devils Haircut”, “Loser” y “E-Pro” se sintieron como himnos familiares, pero también como descubrimientos nuevos, revitalizados por la energía del momento. Hubo espacio para lo bailable, para lo introspectivo, para la ironía y la sensibilidad musical que solo unos pocos artistas manejan con esa soltura. El público respondió con entrega, con alegría, con esa emoción contenida que se transforma en ovaciones largas y coros multitudinarios. Colombia lo recibió con los brazos abiertos, y él lo supo. Fue un momento largo en el tiempo, pero corto en la memoria, de esos que se sienten como un regalo que costó décadas en llegar.

Kapo se encargó de encender uno de los momentos más movidos del sábado con un show lleno de ritmo, flow y contundencia. Tiene un público fiel, específico, que fue a buscarlo directamente a su tarima y que coreó cada línea como si fuera un mantra. Temas como “Uwaie”, “Santa” o “Tranquila” —que han hecho ruido en plataformas y redes— sonaron con fuerza, acompañados de beats afrolatinos, letras directas y una actitud sin adornos, pero cargada de presencia. El momento más inesperado llegó con la aparición de Reykon, pionero del reguetón colombiano, quien se sumó al escenario para una colaboración que mezcló dos generaciones y dos formas de entender el ritmo urbano. Fue breve pero efectivo, desatando coros masivos y una ovación espontánea.
Y aunque no eran el cierre oficial del día, para muchos Justice fue el verdadero final. Porque no hay mejor manera de cerrar una jornada así que con un ritual de luces, beats y catarsis electrónica. El dúo francés, con su característico despliegue visual —una especie de misa futurista con destellos de iglesia y discoteca—, entregó un show que no escatimó en potencia ni en estilo. Justice armó un viaje. De esos que no tienen pausas ni explicaciones, solo ritmo. Desde «D.A.N.C.E.» hasta lo nuevo de Hyperdrama, fueron soltando temas como quien sabe exactamente en qué momento apretar el botón.

Cada track encajaba con el siguiente como engranajes, y el resultado fue una locura ordenada. Electro, rock, distorsión y luces que golpeaban al ritmo del bajo. La gente no paraba de saltar. Nadie pensaba. Todos sentían. Fue un trance colectivo, elegante y rabioso al mismo tiempo. No fue solo un concierto. Fue una sacudida. Una de esas que te borra el cansancio, te reinicia el cuerpo y te deja con la piel erizada. Justice no tuvo que decir adiós ni colgar discursos: hizo lo suyo, y con eso bastó. Lo que pasó ahí se sintió único, como si todos supiéramos que estábamos siendo parte de algo que no se repite.
El domingo llegó con esa mezcla agridulce de saber que aún queda música, pero también que el final está cerca. El Parque Simón Bolívar se volvió a llenar desde temprano, esta vez con un aire más ligero: menos lluvias, más descanso en el cuerpo y una vibra colectiva de querer exprimir cada último momento. Fue una jornada diversa, emocional y vibrante, que ofreció propuestas para distintos gustos, desde el indie pop más meloso hasta la grandilocuencia del pop global. El Picnic se preparaba para bajar el telón, pero antes dejó claro que el espíritu de un festival también vive en sus despedidas.

El trío madrileño Cariño fue uno de los encargados de dar un arranque suave pero encantador a la jornada final. Con su pop naïf de sintetizadores brillantes, letras melancólicas y ritmos que invitan a mover los pies, lograron capturar la atención de quienes llegaban temprano, ya buscando una última dosis de dulzura y honestidad. El trío madrileño Cariño fue uno de los encargados de dar un arranque suave pero encantador a la jornada final. Con su pop naïf de sintetizadores brillantes, letras melancólicas y ritmos que invitan a mover los pies, lograron capturar la atención de quienes llegaban temprano, ya buscando una última dosis de dulzura y honestidad. El show fue al grano, sin adornos innecesarios, pero con ese carisma despreocupado que las ha vuelto referentes del pop alternativo en español.

Desde los primeros acordes se sintió la conexión: el público no solo cantó, gritó canciones como “Bisexual” y “Si Quieres” con una mezcla de desparpajo juvenil y corazón a flor de piel. El suyo fue uno de esos conciertos que, sin necesidad de grandes producciones, se queda en la memoria por lo bien que se sintió estar ahí. Un comienzo amable para el cierre de una fiesta que aún tenía mucho por ofrecer.
El suyo fue uno de esos conciertos que, sin necesidad de grandes producciones, se queda en la memoria por lo bien que se sintió estar ahí. Un comienzo amable para el cierre de una fiesta que aún tenía mucho por ofrecer.
Lo de Girl in Red fue pura catarsis: una mezcla de energía cruda, honestidad y cero filtros. Marie Ulven se adueñó del escenario con una presencia que no pedía permiso, y desde el primer tema dejó claro que su música no se queda en lo melancólico —es una descarga directa de emociones reales.
El público, joven en su mayoría y con una fuerte presencia queer, la recibió como a una de las suyas: cantaron cada línea con el corazón en la mano, como si fueran historias propias.

Canciones como «we fell in love in october» y «i wanna be your girlfriend» se sintieron como himnos generacionales, mientras ella corría, gritaba, se lanzaba al piso y hablaba de amor, ansiedad y libertad con una naturalidad apabullante. El set, compacto pero intenso, fue uno de los momentos más genuinos de todo el festival. No hubo filtros ni poses: solo una artista dándolo todo, y una audiencia que respondió con euforia y cariño. Fue un acto de comunión emocional, de esos que hacen que todo valga la pena.
El show de Mon Laferte fue de esos que no necesitan presentación, porque desde que pisa el escenario, todo lo que ocurre después es una mezcla de desgarro emocional, poderío vocal y presencia escénica total. En Estéreo Picnic, trajo el mismo formato con el que ha recorrido otros festivales importantes: una banda afilada, vientos que dan cuerpo a cada arreglo, visuales elegantes y una lista de canciones que va desde el desamor más crudo hasta la rabia contestataria, pasando por momentos de pura ternura.

Desde el primer tema se notaba que la chilena no venía a probar nada, venía a confirmar lo que ya es: una de las voces más contundentes y completas de la escena latinoamericana actual. Su entrega fue absoluta, sin reservas, con cambios de ritmo, emociones a flor de piel y una interpretación que no dejó dudas. «Tu falta de querer», «Amárrame», “Plata ta tá” y otras tantas fueron coreadas con pasión por un público que no se movió de su sitio, ni siquiera cuando la lluvia amagaba con volver.
Fue un concierto redondo, que combinó oficio y sensibilidad, teatralidad y crudeza. Mon cerró su paso por el festival como solo ella sabe: con fuerza, con estilo y con esa forma tan suya de poner el alma en cada nota.
Empire of the Sun convirtió el escenario en una postal imposible de olvidar. Entre trajes futuristas, maquillaje fantasioso y una estética sacada de otro planeta, el dúo australiano le dio vida a un espectáculo que fue puro exceso, pura celebración. Cada canción traía consigo una sacudida de luz y energía. Era como si el cuerpo entendiera todo antes que la cabeza: el ritmo guiaba, y uno simplemente seguía.

Cuando arrancaron con Walking on a Dream, We Are the People o Alive, no hubo cantos suaves ni coreografías medidas: el público respondió con euforia, con gritos, con una entrega total que no dejaba espacio para la calma. Fue una comunión de energía entre escenario y público, de esas que no se fabrican, solo se viven. Más que un concierto, fue una puesta en escena donde todo –luces, movimientos, atmósfera– funcionó como un hechizo. Nadie necesitaba entender qué estaba pasando; lo importante era estar ahí, dejarse llevar y formar parte del delirio. Empire of the Sun llegó a Bogotá para reafirmar que, aunque sus visitas a Sudamérica no son tan frecuentes, cuando lo hacen, dejan huella.
Y para nosotros, fue el verdadero cierre del festival: una explosión de alegría, baile y fantasía que nos recordó por qué seguimos yendo a estos rituales musicales, incluso con el cuerpo cansado y la lluvia aún en los zapatos.
Olivia Rodrigo fue el acto principal para miles de asistentes en esta última jornada. Jóvenes con carteles, outfits inspirados en sus videos, y una energía ansiosa se tomaron el festival desde temprano, esperando a la estrella pop del momento. Su debut en Colombia no solo fue esperado: fue vivido como un evento generacional.

Mientras algunos se despedían con los últimos bailes en otros escenarios, una marea de voces coreaba letras cargadas de desamor, rabia y vulnerabilidad, confirmando que el Estéreo Picnic también es un lugar para las nuevas voces del pop. Olivia cerró el festival para muchos, y su público, que la acompañó en cada verso, se encargó de hacerlo inolvidable.
Y así, entre pogos y abrazos, baladas y beats frenéticos, lluvia y sol, se despidió una nueva edición del Estéreo Picnic. Un festival que ya no necesita demostrar nada, pero que sigue reinventándose, atrayendo públicos diversos, sorprendiendo con cruces generacionales y geográficos. Cuatro días que dejaron postales imborrables: un aguacero punk con The Hives, la ceremonia sonora de Tool, el adiós anunciado de Galy Galeano, el debut soñado de Olivia Rodrigo, y muchos más.
No fue un festival perfecto —hubo cancelaciones, ajustes de último momento y cierta saturación de horarios—, pero sí fue uno profundamente humano. Lleno de contrastes, emociones genuinas y música que, en sus distintas formas, logró conectar. Porque al final, eso es lo que buscamos todos: sentir algo, compartirlo, y guardar la memoria en el cuerpo.
Desde ya empieza la cuenta regresiva. El Estéreo Picnic 2026 ya se intuye en el aire, y con él, la promesa de volver a encontrarnos donde todo suena más fuerte, más cerca, más vivo.
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